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Aurelio del Portillo -------------------------------------------------------------
 
 
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soñar despiertos

 

 

Dedicamos una buena parte de nuestra energía, de nuestro tiempo, incluso de nuestro dinero, muchas veces escaso para otras cosas más inmediatas, a prolongar la vida, a inventar posteridad, a pretender ser perpetuamente juveniles, a consolidar lo que queremos que otros vean en nuestra persona para hacer realidad algunas relaciones ilusas de cara a un incierto concepto del futuro. Y, sin embargo, le prestamos muy escasa atención al instante en el que estamos viviendo, justamente ahora, el único momento real que tiene sentido por sí mismo. Este momento es el único atisbo de eternidad que nos está permitido en nuestra dimensión diminuta como seres humanos. Nos queremos eternizar hacia un mañana que solo existe en nuestros pensamientos y que tiene la muerte como único horizonte seguro. Y no nos permitimos ser lo que somos ahora mismo, en quietud y plenitud, sin dejar que los torbellinos del pensamiento nos secuestren. Buscamos la eternidad de un modo equivocado. Aunque, si nos damos cuenta, podemos detenernos en cualquier momento y respirar en paz, prestándole toda nuestra atención a la presencia del silencio tras los pensamientos que lo enturbian, al igual que las nubes pasan por el cielo. Porque el cielo sigue siempre ahí, detrás de las nubes...

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El tiempo es un juguete. La mente disfruta mucho con él: construye pensamientos, ordena todo tipo de objetos y formas, inventa realidades... Incluso crea ilusiones fantásticas y les pone nombres, que es una de sus aficiones favoritas: pasado, futuro... Se entretiene así sobremanera. Hasta tal punto se siente identificada con estos juegos que, ocasionalmente, cuando está especialmente inspirada, los convierte en auténticas obras de arte. En estos casos, claro está, tiene que recurrir a las etimologías griegas para nombrarlos: música, cinematografía... Un juguete maravilloso. A veces se cansa de él y lo abandona, lo deja de lado. Entonces todas las ilusiones desaparecen. También los nombres y los pensamientos. Queda tan solo un extraño y peculiar vacío en el que ella misma, la mente, se disuelve. Creo que algunos filósofos les pusieron también nombres a estos estados sin tiempo: presencia, eternidad, pero no estoy muy seguro de ello...

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La comprensión tiene más que ver con el amor que con el pensamiento, entendiendo amor como la tendencia a la unidad de todo lo que existe.

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Desde hace poco más de un siglo vamos descubriendo algunos ámbitos en los que se vislumbra una cierta unidad entre la ciencia, la filosofía y el arte, las tres visiones fundamentales del pensamiento humano. Fue un momento importante en este proceso cuando la física se aproximó a la no existencia de la materia mientras surgía el cinematógrafo, la abstracción en las bellas artes y la atonalidad en la música. Resulta que era verdad lo que tantos sabios nos habían ya sugerido: que el mundo es una ensoñación. Este atisbo unitario me recuerda a esos momentos en los que alguna experiencia intensa nos hace asomarnos al exterior desde la oscura madriguera del ego, aunque sea por un instante, y nos reúne de nuevo a los miembros de un colectivo anteriormente distanciados para constatar el gran valor de las vivencias compartidas conscientemente. Lo unitivo debería inspirar siempre la armonización de las diferentes actitudes generadas por dispares interpretaciones de realidades diversas. Porque la diversidad nos enriquece y no es antagónica con la unidad. Ninguna creencia, ninguna idea, ninguna moral, ninguna imagen, ningún nombre, ninguna frontera, debería reivindicarse en confrontación con la maravilla de la totalidad. Si acaso siempre dentro de ella. Es esa participación de lo total lo que nos da sentido como seres humanos y puede permitir que nos trascendamos a nosotros mismos más allá de nuestras mediocres y mezquinas limitaciones. El camino se inicia en la comprensión del compartir frente al competir. Volvamos a intentar la vigencia, al menos como pensamiento utópico, de aquella ya vieja sentencia: "una sola raza: la humanidad, un solo país: la tierra, una sola religión: el amor". Otro mundo es posible. De hecho ya existe, pero una extraña ceguera no nos permite verlo y vivirlo como algo real. Cuando los físicos buscaban una partícula, una piedrecita que sirviera de ladrillo en los muros de la materia, se encontraron en cambio con una música. De esa música está hecho todo. También el ser humano y la infinita diversidad de posibilidades a las que el pensamiento da forma en el espacio de la conciencia creando en cada instante la ensoñación de eso que llamamos realidad.

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Hemos sacralizado la mente y sus funciones y esto, según creo, es un gran error. La mente puede ser una herramienta útil en determinados niveles, pero puede ser también un gran estorbo en otros, sobre todo cuando perdemos la serenidad que caracteriza a la lucidez. También es una gran limitación si se identifica absolutamente con el individuo, con el cuerpo, con la memoria, con la persona, negando, despreciando o fragmentando la unidad con eso que llamamos mundo y a lo que nos enfrentamos desde esa mente limitada como si fuera algo exterior. De ahí surgen multitud de preocupaciones, ansiedades y temores totalmente absurdos a partir de los cuales creamos los terribles conflictos que desgraciadamente tenemos que padecer cada día. ¿Podemos descubrir la naturaleza real de nuestra conciencia? Como dice Nisargadatta, "la mente conoce, pero ¿quién conoce al conocedor?".

Hay un libro que señala caminos muy lúcidos para la mente con los diálogos y pláticas que este hombre sabio mantuvo en su casa de Bombay: Yo soy Eso, Sri Nisargadatta Maharaj, Ed. Sirio, Málaga. Pongo aquí un fragmento:

"Cuando la mente se aleja de sus preocupaciones, se aquieta. Si usted no disturba esta quietud y se mantiene en ella, se dará cuenta de que está impregnada con una luz y un amor que no ha conocido antes; y al mismo tiempo lo reconoce de inmediato como la naturaleza de usted mismo. Una vez que haya pasado por esta experiencia no volverá a ser el mismo hombre; la mente revoltosa puede romper su paz y manchar su visión, pero está condenada a volver si el esfuerzo es sostenido; hasta el día en que todos los límites se rompen, las fantasías y los apegos acaban, y la vida se concentra de forma suprema en el presente.

¿Cuál es la diferencia?
- Ya no hay mente. Sólo amor en acción.
¿Cómo reconoceré este estado cuando lo alcance?
- No habrá temor".

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No creo que sea inteligente acumular conocimientos, sino despejar la mente de errores y confusiones para poder ver con claridad. Toda investigación consiste primero en mirar dentro, en silencio, y dejar que la inteligencia verdadera se exprese. A partir de ahí podemos actuar hacia el exterior, que ya no será tal porque lo habremos descubierto como algo inseparable de nosotros mismos.

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Cualquier disciplina impuesta o autoimpuesta frente a lo que no se comprende es absurda. Los músicos de una orquesta participan de un trabajo en común que persigue la belleza de la perfección, pero esto sólo será posible una vez observada y asimilada la partitura que representa la totalidad de la obra. Incluso el director es sólo una parte más de ese proceso de cooperación en el que todos se dejan llevar por la misma música que están recreando con toda su atención y que no existe sin la participación de todos. Basta que uno de ellos se despiste para que se rompa el ritmo, para que desaparezca la armonía. Así es la responsabilidad que todos tenemos en el mundo, ante la vida.

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El cariño que proyectamos hacia las cosas las hace crecer en belleza. El cariño que expresamos a las personas las perfecciona, inyecta en su mente fuertes dosis de bondad. La alegría es el resplandor con el que la vida responde ante ese hermoso gesto de aceptación y unidad que aparece en una sonrisa, en un abrazo, en una caricia, en una mirada tranquila, en un beso, en la amabilidad posible de las palabras.

Los seres humanos somos humanos por esa mágica fragilidad que nos empuja a ser cercanos unos con otros, a buscarnos a tientas, a veces con miedo, para ser algo más cada día. Nos asusta el grito, nos desgarra el llanto, nos duele la rigidez y nos hace temblar cualquier frialdad aunque hagamos múltiples esfuerzos, cuando dejamos de ser niños, para endurecer la máscara con la que nos enfrentamos al mundo.

Todo el valor que puede llegar a alcanzar la vida personal de un ser humano está apoyado, con la misma levedad de las nubes sobre el aire, en un cálido rumor de energía que nos impregna y construye: la ternura. Algunos lo llaman compasión y, en todo caso, es amor, tendencia a la unidad de todo lo que existe. Desde el más simple de los objetos de nuestra cotidianidad hasta los complejísimos y sofisticados mecanismos de nuestra mente necesitan de ello, porque, en realidad, están hechos de ese calor, de esa sustancia. Expresar cariño es compartir lo único que somos y tenemos.

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La lentitud es un rasgo de la divinidad. Por eso no somos capaces de percibir a simple vista el movimiento de los glaciares y de las montañas. Tampoco el proceso de transformación permanente del cuerpo de los seres vivos. Lo mismo nos ocurre con lo muy veloz, que nos resulta imperceptible y vertiginoso. En realidad vemos muy poco. Casi nos limitamos a imaginar, a inventar realidades con el pensamiento y a ponerles nombre para pretender así dominarlas de alguna manera. Las ideas del 'antes' y del 'después' nos despistan del 'ahora', momento sin tiempo y lugar sin espacio donde, paradójicamente, todas las dimensiones son posibles y asequibles. También el infinito y la eternidad...

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Estar sin hacer nada no es una pérdida de tiempo.
Perder el tiempo es estar haciendo algo mal.

 

 
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